martes, 1 de septiembre de 2009

Te contemplaba desde lejos, distante e indiferente, sumido en tu pequeño mundo efímero de idioteces primer mundistas y amistades vacías.

Yo, que para soportar la bajada de tensión que me provocaba tu presencia, sostenía en mis manos carentes de tacto un ejército de copas de vodka.
Ese elixir que me aliviaría tu desafecto y calmaría mi espíritu de la platónica adicción a tu persona.

Abstraída en tal benévola intoxicación, me dispuse a enfrentarte, a mirarte de frente y hacer que por segundos la imagen de mi ser se grabara en tus retinas, siempre con la esperanza de que se absorbiera en tu alma.

Nos acercamos.
Dispusiste la mejor sonrisa para recibirme, pero me encolericé al notar en vos la no lectura de mis intenciones y tu tan limitada interpretación de mi corazón.
Sí, de ese músculo que por momentos pretendía anestesiar para que se subordinara sin objeciones a la razón y obedeciera a mis deseos de dejarte ir.

Dejarte ir. Poner mi firma a ese capítulo de mi vida escrito por mi propia voluntad y con irremediable literatura dramática que nunca desencadenaría en romance.
Bajar el telón. Preparar la escenografía para una nueva obra quizás con un final más feliz.
Todo aquello pretendía.

Hoy. Martes. Inestable con probabilidad de lluvias, recuerdo con ternura aquel capítulo ya tan lejano y quasi sin relevancia.
Esa sección o apartado que me llevó a acentuar aún más mi coraza, pero que esclareció sobremanera lo que no quiero: adicción a las personas,
y aquello que sí quiero: amor propio y autosuficiencia.
Gracias.


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